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sábado, 3 de julio de 2010

Prólogo del libro sobre Victoria Ocampo y la India, por China Zorrilla

Conocí a Victoria Ocampo en Mar del Plata. Yo estaba haciendo una obra allá y en un momento, antes de que empezara la función (yo estaba en el camarín, todavía) se sintió que algo pasaba en la sala: había entrado Victoria, que no pasaba desapercibida así nomás: medía un metro con setenta centímetros y, aunque tenía casi ochenta años, seguía siendo una mujer espléndida.
Después que terminó todo, yo esperaba que me fuera a saludar, que me dijera algo. Pero no, no fue; ni bolilla… Sin embargo, al día siguiente me mandó una carta donde ponderaba mucho lo que había visto la noche anterior y me pedía que fuera a tomar el te a su casa.
Cuando llegué a Villa Victoria, me estaba esperando. Tomamos el té en el comedor y hablamos muchísimo. Ahí, durante esa conversación, descubrimos que teníamos muchas cosas en común: Victoria tenía cinco hermanas y yo cuatro; las dos hablábamos perfectamente el francés porque habíamos pasado parte de nuestra infancia en París; las dos amábamos el teatro (Victoria quiso ser actriz, pero la familia no se lo permitió); y las dos admirábamos incondicionalmente a Gandhi.
Desde esa tarde, en Mar del Plata, nos vimos con frecuencia hasta su muerte. En esas visitas, Victoria no dejaba de sorprenderme: ¡me hablaba de Gandhi y de Tagore con el mismo entusiasmo que recitaba Phèdre o me decía que el galán de la novela de la tarde no sabía besar o me daba detalles del safari que hacía para conseguir las medialunas que le gustaban! Porque Victoria Ocampo tenía ese “algo” que le permitía pasar de ser una escritora cultísima a una comadre de barrio sin que se le moviera un solo pelo. Y esa fue la Victoria que yo conocí.
El día que Victoria murió yo estaba en Montevideo. Me acuerdo que estaba sola, en la vereda de una confitería, y compré La Nación para ver qué pasaba en Buenos Aires. Al abrirlo leí que había muerto Victoria Ocampo y me puse a llorar. Lloraba como loca; la gente me preguntaba si estaba bien y yo ni siquiera podía contestar. Ahí me di cuenta de cuánto la quería a Victoria y de que habíamos sido realmente amigas.
Hoy, a treinta años de la muerte de Victoria, creo que no hay nadie que se le parezca. Por eso cuando Axel me leyó este trabajo, me dio la impresión de reencontrar esa Victoria que conocí y que decía que era ciudadana de esa India que nunca había pisado pero que tanto quería por lo que habían significado en su vida Tagore, Gandhi y Nehru.


China Zorrilla

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