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sábado, 21 de mayo de 2011

La amistad no desaparece






La amistad no desaparece.






- ¿Leíste La Nación? Me pregunta una amiga por teléfono.


- No, ¿qué pasó?


- Alicia.



Corrí a buscar la noticia en la edición digital. Cuatro avisos “en las cruces”, como ella hubiera dicho. No lo podía creer. Se me caían las lágrimas recordando las últimas palabras que me dijo: “Quisiera verlo prontito. Espero estar viva cuando vuelva de la India, así me cuenta todo”. Fue dos días antes de viajar; y ahora, a dos días de mi llegada, su partida.



Conocí a Alicia Jurado hace muchos años. Nos presentó María Esther Vázquez, en un acto de la Fundación Victoria Ocampo. Desde entonces fuimos amigos; primero, una amistad a la inglesa, que fue dando paso, de a poco, a la verdadera. Hablamos horas de horas; nos escribíamos continuamente; y cada vez que yo viajaba a Buenos Aires era una especie de rito visitarla en su casa (aquel departamento de la calle Santa Fe y Ecuador donde habían vivido los Bioy a comienzos de la década de 1940).



Durante nuestra primera conversación hablamos de Leguas de polvo y sueño, el libro de cuentos que le dedicó a la estancia paterna. Quizás le sorprendió que lo hubiera leído, a mi edad. Pero también creo que el hecho de comentar esos relatos (Alicia los llamaba así porque todos están basados en hechos reales que retocó desde la ficción) debe haber facilitado las cosas ante ella, que casi no tenía relación con la gente joven.



Luego, usando los medios de comunicación a nuestro alcance, fuimos hablando de todo lo que uno pudiera imaginarse. En largas sobremesas revisamos álbumes de fotografías, libros, papeles y traducciones. Y, después, seguían en las cartas. Teníamos el hábito de la correspondencia, y, cuando ya le costaba escribir por el reuma y la artrosis, esperaba mis envíos y los respondía con un llamado telefónico que podía durar horas. Pero también solía llamarme para comentar una noticia ("¡Mire lo que dice el diario de hoy. Es una barbaridad!" y me leía el texto), o para pedirme que le contara, otra vez, una anécdota que la había divertido. Y es así como quiero recordarla, lúcida hasta el final, e incansable.



No puedo hilvanar palabras para escribir lo que quisiera; pero tampoco puedo dejar de decir lo que siento. Los recuerdos se amontonan, se superponen unos a otros, y es imposible hacer una selección. Pienso en Alicia y la veo sentada en su salita (un cuarto empapelado color verde agua, sobre Santa Fe, al lado del escritorio de Boy), siempre con algún libro a mano o haciendo tapicería a la aguja, y dispuesta a contarme cuanta cosa yo quisiera saber, porque no solo hablábamos de literatura, claro está. Pienso en Alicia y oigo su voz, con esos silencios a mitad de la frase, contándome cosas de un pasado que le iluminaba los ojos. Pienso en Alicia y recuerdo el poema que le dedicó a Borges al cumplirse veinte años de su muerte:



… Me dejaste


con un amigo menos en la tierra.


Cuando pienso hoy en ti, es nuestra risa


la que siempre perdura en mi memoria:


el humor, el jugar con el lenguaje,


el adjetivo inesperado, el verbo


insólito, el alegre disparate,


la opinión memorable y el certero


juicio, a veces duro y siempre ético.



[…] Ya no tendré conmigo este deleite,


la impar inteligencia que fue tuya.


[…] Pero no se borra


mientras viva, el recuerdo de esa risa.



Entonces se lo pido prestado, para homenajearla a ella. Porque yo recuerdo su sonrisa alegre aún en momentos difíciles, y repito de memoria el final de la dedicatoria que puso en mi ejemplar de sus Poemas de juventud: “la amistad no desaparece”.





Alicia Jurado hubiera cumplido 89 años el 22 de mayo de 2011; lamentablemente, se fue el 9 del mismo mes. Estas palabras fueron escritas el 10 de mayo.

jueves, 27 de enero de 2011

Victoria Ocampo campeona de la causa de la mujer

Victoria Ocampo (7/4/1890 – 27/1/1979) luchó toda su vida, incansablemente, por los derechos de la mujer. Había nacido en una de las familias más tradicionales de Buenos Aires, en las postrimerías de la era victoriana; y desde chica padeció las diferencias de género: el hijo de uno de los sirvientes de sus tías no quería jugar con ella por ser mujer; su padre lamentaba que, por esa misma causa, no pudiera seguir una carrera universitaria; un joven vecino se le burlaba de las restricciones impuestas por las pacatas convenciones sociales de entonces; su marido la consideraba una propiedad comparable con un mueble; y su amante era el único que la comprendía y la impulsaba para que desarrollara su talento artístico (literario, musical, escénico). Por eso, cuando se le presentó la oportunidad de abogar por la causa de la mujer, jamás se quedó de brazos cruzados.

A mediados de los años ’30, la figura y la obra de Victoria Ocampo eran conocidas en casi toda América y en Europa. En ese momento, más precisamente en 1936, fundó la Unión de Mujeres Argentinas (UMA), de la que fue elegida presidente (la acompañaban María Rosa Oliver -vicepresidente- y Susana Larguía -secretaria-, dos amigas de toda la vida). La organización, que no tenía filiación política, buscaba la igualdad de género, oportunidades y responsabilidades entre el hombre y la mujer a través de una campaña de educación sobre la mujer en los gobiernos democráticos (educación cívica y sexual, protección de la mujer en su ámbito de trabajo, prevención de la prostitución, etc.); había surgido para impedir una reforma a la ley 11.357, que pretendía regresar a la mujer al estado de dependencia del marido
Victoria solía escribir los panfletos de la UMA, que luego eran repartidos en la calle Florida, en Buenos Aires. Uno de esos textos, “La mujer, sus derechos y sus responsabilidades”, escrito hace setenta y cinco años, sorprende por su vigencia; dice: “Lo que los hombres, fuera de una minoría que bendigo, no parecen comprender, es que no nos interesa en absoluto [a las mujeres] ocupar su puesto, sino ocupar por entero el nuestro, cosa que hasta ahora no ha ocurrido”.1
Años después, durante el gobierno de Perón (el mismo que la mandó a la cárcel, en 1953) se gestaron algunas leyes que favorecían a la mujer: una ley de divorcio que duró tanto como un papel en el fuego; otra que establecía el voto femenino; y varias sobre cuestiones de familia. Victoria celebró los aciertos legislativos de un régimen con el que no comulgaba. De ahí que sea tan descabellado, si se me permite decirlo así, el supuesto encuentro entre ella y la primera dama que Mónica Ottino creó para Evita y Victoria, donde la escritora se niega al sufragio universal para evitar que Perón se quede en la Presidencia (Recuerdo el pasaje donde Eva le pide que la ayude y Victoria se niega; y recuerdo el día que, durante una representación de China Zorrilla, una mujer del público se levantó y gritó “Ayúdela, señora, de usted dependemos todas”).

En las décadas de 1960 y 1970, muchas de las páginas que escribió Victoria versaron sobre la condición de la mujer. Cuando recibió el Premio Vaccaro, cuando se planteó una disyuntiva respecto al valor de la declaración de la mujer en juicios, cuando se discutía si los hijos debían llevar el apellido de la madre, en todos estos casos, la voz de Victoria se levantó a favor de sus congéneres. Sin embargo, los acordes finales del concierto fueron dos: el número de la Revista SUR dedicado íntegramente a la mujer y su recepción en la Academia Argentina de Letras.
Cuando la Revista SUR dejó de editarse regularmente, después de cuarenta años, Victoria decidió que se “despediría” con un número que planeaba desde el principio, sobre la mujer. “El volumen se abre con un mensaje laudatorio de la primer ministro de la India, Indira Gandhi. […] A la voz de Indira, de quien se incluye también parte de un discurso pronunciado en la Universidad de Bombay, se suma la de Golda Meir, en ese momento primer ministro de Israel y, entre otras, las voces de Alicia Moreau de Justo, Ernesto Sabato, la de Roberto Arlt –con un relato titulado noviazgo moro en Marruecos en el año 1935- y mucho más. Luego la revista planteaba dos encuestas; la primera con 53 preguntas destinadas a indagar qué pensaba la mujer -de 15 a 35 años (74 en total)- de su papel en el mundo, destino y responsabilidad. Esta encuesta era anónima. A la segunda, en cambio, contestaron, con nombre y apellido, [49] escritoras, actrices, mujeres de las ciencias, de las artes, del trabajo social y del periodismo, a ocho preguntas. […] En la sección final se publicaron importantes documentos internacionales que abogaban por el fin de la discriminación sexual.”2 A partir de entonces, la revista se publicó semestralmente y a manera de antología de las mejores paginas aparecidas en ella.
En junio de 1977 Victoria Ocampo ingresó a la Academia Argentina de Letras como miembro de número. Al principio se había negado, pero algunas personas cercanas a ella la convencieron para que aceptara el nombramiento. Alicia Jurado me contó que fue a verla a San Isidro y le dijo que no podía negarse porque eso le abriría las puertas de la Academia a otras mujeres (sin pensar que ella sería la sucesora de Victoria). El discurso que brindó en la jornada de recepción se titula “Mujeres en la Academia” y felicita, graciosamente, a los cofrades académicos por aceptar a una mujer entre ellos y a las mujeres, porque a partir de entonces podrán acceder a los sillones académicos. Pero en ese discurso poco convencional -o tan de V.O.- ella no deja de transmitir su amargura por lo que vive “la mitad de la humanidad” y lleva al estrado a tres mujeres importantísimas de su vida: Virginia Woolf, Gabriela Mistral y Águeda, una india guaraní de la que descendía y de la que debe haber heredado algo de coraje.
Lúcida hasta el final, Victoria siguió de cerca todo lo que tuviera que ver con sus congéneres. Fue campeona de la causa de la mujer, aún desde su cuarto de enferma (ese que no abandonó durante el último año de su vida sino en contadísimas ocasiones, como para asistir a las sesiones académicas).
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1 Ocampo, Victoria: “La mujer, sus derechos y sus responsabilidades” en La mujer y su expresión. Editorial SUR, Buenos Aires, 1936. Pág. 57.
2 Vázquez, María Esther: Victoria Ocampo. Editorial Planeta, Buenos Aires, 1991. Pág. 209.