lunes, 19 de enero de 2015
Zilda Balsategui: una pintora social
Zilda Balsategui: una pintora social
martes, 27 de noviembre de 2012
La noticia del fallecimiento de Celia Urrutia me tomó de sorpresa. Hacía unos meses que no nos veíamos, pero el cariño era el de antes, el de siempre.
Mirando hacia atrás, la veo en Necología -el club de ciencias que había fundado en agosto de 1998, para seguir enseñando aún después de haberse jubilado- dando clases gratuitas a chicos que quisieran aprender Biología; nos veo apilando cajones de fruta para armar una biblioteca y luego clasificando los libros que irían en ellos, para que los asistentes al club pudieran utilizarlos; la veo en mi casa, trayéndome de regalo un llamador de ángeles que mandó hacer para mí, con la afinación del piano, y tomando chocolate el día de mi cumpleaños; nos veo junto a Balech, o caminando por la Estación Hidrobiológica de Quequén o paseando en su coche por la ciudad mientas conversábamos. Y vuelvo a escuchar su voz, a oír su risa.
Durante muchos años de amistad, recibí de ella no solo afecto sino también muchas enseñanzas y no pocos regalos. Era capaz de dejarme un sobre con mi nombre y al abrirlo encontraba una foto con una inscripción suya en el reverso, como si fuera una caricia dada a la distancia. O de mandar una caja de chocolates para “los tres hermosos adolescentes de la casa”, porque también se había hecho amiga y compañera de mis hermanos. Pero, al mismo tiempo, era ella quien pedía cariño y lo hacía saber indirectamente cuando acudía en busca de un consejo o al pedir que uno se quedara un rato más cada vez que iba a visitarla.
Celia fue una persona fiel a sus ideas. Jamás se llamó a silencio cuando le parecía que tenía que defender a algo o a alguien. Luchó con todas las armas a su alcance (que eran las de los medios de comunicación y las palabras, justo es aclararlo) para que Necochea no siguiera perdiendo árboles todos los días; trató de hacer conocer entre sus conciudadanos la labor del Prof. Enrique Balech, a quien admiraba devotamente y homenajeó tantas veces como le fue posible; y enseñó cuanto supo, porque, como ella decía, la única forma de aprender es haciendo las cosas. En pocas palabras, educó desde el ejemplo (como aquella “maestra argentina / segunda madre y obrera” de la canción de María Elena Walsh que tanto le gustaba).
[La foto es de agosto de 2010. De izquierda a derecha: A.D.M., Zilda Balsategui y Celia Urrutia]
jueves, 25 de octubre de 2012
La Fiesta Nacional de las Letras de Necochea
lunes, 25 de junio de 2012
Bioy fotógrafo I
También subo una foto de la inauguración, tomada por mi amiga Juliana Orihuela.
lunes, 30 de abril de 2012
Palabras para un homenaje a Bioy
Muchas veces un escritor nos lleva a otro. En mi caso, llegué a Adolfo Bioy Casares de la mano de su mujer, Silvina Ocampo. Fue en el otoño de 1998. Primero leí algunos cuentos; después, con La invención de Morel, entré de lleno en su obra.
Cuando pienso en Bioy como escritor, reconozco que tiene páginas memorables y otras que no lo son tanto. Lo he leído lo suficiente, desde el primer al último libro, como para hablar desde el punto de vista de lector. Y eso es lo que haré.
Bioy se avergonzaba de sus primeras publicaciones, y eso es casi una constante entre los escritores: se perdieron Las mollejas de Mujica Lainez, muchos poemas juveniles de Borges; y hasta Martín Kohan me dijo una vez que él era el primer interesado en hacer desaparecer sus primeras páginas. Pero volvamos a Bioy. Desde 1929 hasta 1937, publicó seis libros de los que después se arrepintió: Prólogo, Diecisiete disparos contra lo por venir, Caos, La nueva tormenta, La estatua casera y Luis Greve, muerto. A menudo escuché decir a Jovita Iglesias, su ama de llaves, que “cuando la gente se aburría en las sobremesas, el señor traía uno de sus primeros libros y leía algo al azar sin decir de dónde era; luego, mientras todo el mundo se reía a carcajadas, aprovechaba para salir corriendo a guardarlo en su lugar: la parte más alta de una de las alacenas de la cocina”. Este comentario se complementa con algo que me contó Alicia Jurado en su casa de Santa Fe y Ecuador -casa que fue de los Bioy en los ’40-: “Recuerdo que Papá le decía a Mamá que el pobre Doctor Bioy tenía un hijo a quien le daba por escribir y publicaba unos libros que nadie entendía; es verdad que los primeros eran incomprensibles; Adolfito era muy joven”.
Habiendo releído últimamente esos seis libros, llegué a la siguiente conclusión: el único meritorio es Luis Greve, muerto. Y digo esto porque el lector atento puede descubrir en los cuentos de ese volumen algunos rasgos de la que fue su escritura posterior: Bioy parece haberse desprendido de la influencia de los teóricos y filólogos españoles para adquirir una prosa más conversada, si se quiere, más cercana a la que trabajaría luego; está el humor, que tanto le gustaba y que atraviesa buena parte de sus trabajos; y aparece cierta influencia de la literatura fantástica que ya consumía con Silvina y con Borges.
Bioy decía que “para escribir bien hay que escribir mucho, hay que pensar, hay que imaginar, hay que leer en voz alta lo que uno escribe, hay que acertar, hay que equivocarse, hay que corregir las equivocaciones, hay que descartar lo que sale mal”. Esa idea fue la que lo llevó a escribir un libro casi perfecto como el que lo consagró: La invención de Morel, publicado cuando él tenía 26 años.
De La invención de Morel y las publicaciones posteriores se ha hablado mucho; incluso ha habido ensayos críticos sobre el tema y hasta versiones cinematográficas que presentan lo que podría tomarse como una relectura de la obra. Puedo decir, sin embargo, que tanto La invención… como los dos libros que siguieron (El perjurio de la nieve y Plan de evasión) fueron construidos de tal forma que poco quedó liberado a la imaginación del lector; Bioy comentó, en alguna entrevista, que eso era porque trabajó los textos como si fueran mecanismos de relojería: todo tenía que estar perfectamente puesto y nada podía quedar suelto para que la cosa funcionara bien.
Fue a partir de El sueño de los héroes -novela que le llevó unos cuantos años de trabajo y que era su preferida- cuando Bioy empezó a escribir como Bioy, con ese estilo característico suyo de escritura sencilla y apta para el diálogo autor-lector. Esto se mantuvo hasta entrados los años ’90, época en que, después de sortear no pocos malos momentos y problemas de salud, empezó a declinar. De ese momento datan, también, varios libros de conversaciones, y uno -lector curioso- advierte que Bioy fue mejor escritor que conversador. (Por supuesto que, si analizamos todas esas entrevistas reunidas en varios volúmenes encontraremos un montón de consejos, de comentarios de lecturas, de anécdotas; pero el verdadero diálogo con Bioy está en sus cuentos y en sus novelas, y hasta en aquel librito encantador, Memoria sobre la pampa y los gauchos, en que logra dar una imagen acertada, crítica y melancólica al mismo tiempo de este personaje típicamente criollo).
No puedo evitar, en esta instancia, referirme a los diarios de Adolfo Bioy Casares. En vida del autor se publicó uno solo, hasta donde yo sé: Unos días en Brasil. Fue una tirada reducida, de apenas cien ejemplares. Y el texto no es de los que más me gustan, porque creo que su imagen se contradice, un poco, con lo que nos deja ver en esas páginas. Ahora, creo que la verdadera distorsión empieza con Descanso de caminantes y Borges; pero no sé hasta dónde fue obra de él y hasta dónde no…
Para terminar, voy a contarles algo más. Hace unos días saqué de una de las bibliotecas de mi casa Adolfo Bioy Casares a la hora de escribir. Mi ejemplar había sido de Alicia Jurado, y de ella lo recibí poco antes de su muerte, con unas marcas en tinta azul que indican los pasajes que más le interesaban. (A esas llaves, a esos subrayados, se han sumado los míos, hechos a lápiz). Lo abrí al azar, y encontré esta frase de Bioy remarcada por mi inolvidable amiga: “Creo que los lectores salen siempre favorecidos cuando uno escribe con gusto”. Me quedé pensando un momento, y comprendí que tenía razón. Quizás por eso mismo vuelvo a Bioy continuamente, en una lectura y relectura constante.
miércoles, 4 de enero de 2012
Dos libros y una nota en La Nación
Además, les dejo un link del Diario La Nación de Buenos Aires, donde comentan la conferencia sobre Tagore y Victoria que dí para el IV Festival de la India en Buenos Aires.
sábado, 21 de mayo de 2011
La amistad no desaparece
La amistad no desaparece.
- ¿Leíste La Nación? Me pregunta una amiga por teléfono.
- No, ¿qué pasó?
- Alicia.
Corrí a buscar la noticia en la edición digital. Cuatro avisos “en las cruces”, como ella hubiera dicho. No lo podía creer. Se me caían las lágrimas recordando las últimas palabras que me dijo: “Quisiera verlo prontito. Espero estar viva cuando vuelva de la India, así me cuenta todo”. Fue dos días antes de viajar; y ahora, a dos días de mi llegada, su partida.
Conocí a Alicia Jurado hace muchos años. Nos presentó María Esther Vázquez, en un acto de la Fundación Victoria Ocampo. Desde entonces fuimos amigos; primero, una amistad a la inglesa, que fue dando paso, de a poco, a la verdadera. Hablamos horas de horas; nos escribíamos continuamente; y cada vez que yo viajaba a Buenos Aires era una especie de rito visitarla en su casa (aquel departamento de la calle Santa Fe y Ecuador donde habían vivido los Bioy a comienzos de la década de 1940).
Durante nuestra primera conversación hablamos de Leguas de polvo y sueño, el libro de cuentos que le dedicó a la estancia paterna. Quizás le sorprendió que lo hubiera leído, a mi edad. Pero también creo que el hecho de comentar esos relatos (Alicia los llamaba así porque todos están basados en hechos reales que retocó desde la ficción) debe haber facilitado las cosas ante ella, que casi no tenía relación con la gente joven.
Luego, usando los medios de comunicación a nuestro alcance, fuimos hablando de todo lo que uno pudiera imaginarse. En largas sobremesas revisamos álbumes de fotografías, libros, papeles y traducciones. Y, después, seguían en las cartas. Teníamos el hábito de la correspondencia, y, cuando ya le costaba escribir por el reuma y la artrosis, esperaba mis envíos y los respondía con un llamado telefónico que podía durar horas. Pero también solía llamarme para comentar una noticia ("¡Mire lo que dice el diario de hoy. Es una barbaridad!" y me leía el texto), o para pedirme que le contara, otra vez, una anécdota que la había divertido. Y es así como quiero recordarla, lúcida hasta el final, e incansable.
No puedo hilvanar palabras para escribir lo que quisiera; pero tampoco puedo dejar de decir lo que siento. Los recuerdos se amontonan, se superponen unos a otros, y es imposible hacer una selección. Pienso en Alicia y la veo sentada en su salita (un cuarto empapelado color verde agua, sobre Santa Fe, al lado del escritorio de Boy), siempre con algún libro a mano o haciendo tapicería a la aguja, y dispuesta a contarme cuanta cosa yo quisiera saber, porque no solo hablábamos de literatura, claro está. Pienso en Alicia y oigo su voz, con esos silencios a mitad de la frase, contándome cosas de un pasado que le iluminaba los ojos. Pienso en Alicia y recuerdo el poema que le dedicó a Borges al cumplirse veinte años de su muerte:
… Me dejaste
con un amigo menos en la tierra.
Cuando pienso hoy en ti, es nuestra risa
la que siempre perdura en mi memoria:
el humor, el jugar con el lenguaje,
el adjetivo inesperado, el verbo
insólito, el alegre disparate,
la opinión memorable y el certero
juicio, a veces duro y siempre ético.
[…] Ya no tendré conmigo este deleite,
la impar inteligencia que fue tuya.
[…] Pero no se borra
mientras viva, el recuerdo de esa risa.
Entonces se lo pido prestado, para homenajearla a ella. Porque yo recuerdo su sonrisa alegre aún en momentos difíciles, y repito de memoria el final de la dedicatoria que puso en mi ejemplar de sus Poemas de juventud: “la amistad no desaparece”.
Alicia Jurado hubiera cumplido 89 años el 22 de mayo de 2011; lamentablemente, se fue el 9 del mismo mes. Estas palabras fueron escritas el 10 de mayo.