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jueves, 11 de noviembre de 2010

Otra vez, sábado a la noche

A María Laura Guevara

Cuando Marcelo murió, Regina sintió que su vida se desmoronaba. Habían estado juntos muchos años, cerca de cuarenta entre persecuciones, noviazgo y matrimonio. Por eso le costaba soltar la mano de su marido y dejarlo solo por primera vez en tanto tiempo. Sin embargo, con los ojos llenos de lágrimas se levantó del asiento que ocupaba junto al lecho, apoyó la mano sobre la sábana blanquísima y se quedó de pie, mirándolo. Después lo besó en la frente con infinita ternura, y pidió a quienes la acompañaban que la dejaran a solas con él.
Una vez que Regina y Marcelo quedaron solos, ella se sentó otra vez a su lado y empezó a cantarle con voz queda el aria de L’elisir d’amore que le había regalado en su noche de bodas. Ese canto sellaba un juramento que él le había pedido: quería que cuando muriera, pues suponía que se iría primero, ella lo recordara cantando ésa página que había entonado durante su primera noche juntos, en aquél céntrico hotel de Lisboa, y no con lágrimas de amargura. Y Regina cumplió, ahogando su llanto para cantar la partitura de Donizzetti.

Los funerales de Marcelo llevaron su tiempo y el luto de Regina fue riguroso. Pese a todo, ella se mostraba fuerte. Y cuando la familia de Marcelo intentó acercársele, después de años de desprecio, se mantuvo digna como siempre y los rechazó. Decidió que era mejor así: si ellos no habían aceptado su casamiento y habían descuidado a su esposo, ¿qué interés les despertaría ella, afectivamente hablando?
Regina se recluyó en la casa que había habitado con Marcelo durante sus últimos meses. Apenas salía; la abrumaban las dificultades económicas y vivía de magras rentas. Sin embargo, durante veintitrés años, todos los meses cumpliría una suerte de ritual: el día del aniversario de la muerte de su marido iba al cementerio a llevarle un bouquet de flores idéntico a los que él le regalaba durante su noviazgo.
Los sábados a la noche, antes de sentarse a comer, Regina se encerraba en su dormitorio. Agarraba un retrato de Marcelo que tenía en su mesita de noche, y con él en brazos como si fuera una critatura, cantaba un fragmento de L’elisir d’amore. Esa especie de función privada de ópera remedaba la lejana noche en que conoció a su gran amor en el Politeama, y la noche de bodas en Lisboa. Era, otra vez, sábado a la noche. Y Regina, sola, cantaba para su Marcelo, cuya tácita presencia sentía aún en el cuarto.


Regina Pacini y Marcelo Torcuato de Alvear